Susana Cordero de Espinosa
Directora de la Academia Ecuatoriana de la Lengua
Quito, 28 de marzo de 2014
Señor don Jorge Albán, vicealcalde de la ciudad de Quito; señor don José Manuel Blecua, director de la Real Academia Española y presidente de la Asociación de Academias de la Lengua; señor don Cristian Celdrán, Encargado de Negocios de la Embajada de España en representación del Embajador; Señor doctor Rodrigo Borja Cevallos expresidente de la república del Ecuador y académico de número; señor don Darío Villanueva, secretario de la Real Academia Española; Señor don Humberto López Morales, secretario de la Asociación de Academias de la Lengua; señora Estelnina Quilatoa, subsecretaria de Memoria Social del Ministerio de Cultura; señora arquitecta Ana María Armijos, directora del Instituto Metropolitano de Patrimonio; señor don Plutarco Cisneros Andrade, canciller de la Universidad de Otavalo; Lcdo. Hernán Rodríguez Castelo, subdirector de la Academia Ecuatoriana de la Lengua; colegas académicos, señores embajadores, autoridades, señoras y señores:
Nos reúne aquí el sueño del español, nuestra lengua, que pertenece a quinientos millones de hablantes: el sueño y la tarea.
Agradezco, a nombre de los miembros de la Academia Ecuatoriana de la Lengua, a la Real Academia Española de la Lengua que, todavía bajo la dirección de don Víctor García de la Concha, inició el recorrido necesario para conseguir los fondos con que restaurar la casa que hoy nos acoge, y el empeño de los sucesivos directores de la Academia Ecuatoriana que nos precedieron, Carlos Joaquín Córdova, Jorge Salvador Lara, Renán Flores Jaramillo, vivos para nosotros, dirigido hacia dicha consecución.
A Cooperación Española, que a través de la Agencia Española de Cooperación Internacional para el desarrollo, contribuyó, dentro de sus múltiples propósitos de contribución, factibles en mejores tiempos económicos, a procurar que las viejas casas situadas en ámbitos ciudadanos de data colonial, pertenecientes a las academias de la lengua de distintos países americanos, volvieran a ser ocupadas y vividas por las respectivas corporaciones, a fin de expandir la vida de la lengua, que es la de la cultura.
Mi reconocimiento al Embajador Víctor Fagilde, en su calidad de representante del Gobierno de España y dilecto amigo, que nos ha acompañado en todos los pasos de estas celebraciones. Igualmente, a don José Manuel Blecua, director de la Real Academia Española. A la directora del Instituto Metropolitano de Patrimonio, por el aporte económico que permitió completar la restauración de esta casa, en muchos detalles que le dan dignidad estética.
Al rector de la PUCE, nuestro colega académico, Manuel Corrales Pascual; a la Orquesta Sinfónica Nacional, en la persona de su director ejecutivo, don Julio Bueno; así mismo, al miembro numerario de la Academia Nacional de Historia, Franklin Barriga López, por su Historia de la Academia Ecuatoriana de la Lengua, planeada desde hace tiempo para repartirla en esta fecha singular. Este capítulo de agradecimientos ha de ampliarse a los arquitectos que pusieron su creatividad y sus manos en esta obra. A los colegas académicos y a todos ustedes que hoy nos acompañan. Siempre agradeceremos menos de lo que deberíamos y olvidaremos más, por la circunstancia humana que a todos nos destina hacia la escasez y la miseria.
No encuentro palabra mejor para expresar el destino de mi intervención de este momento, que aquella de Agustín de Hipona, cuando reconocía: ‘Todos los momentos del tiempo confluyen y se condensan en el presente, de modo que en él todo es presente: el del pasado, que es memoria; el del presente, que es intuición, y el del futuro, que es espera y atención’… Que esta sabia intuición del tiempo me ayude a centrar mis palabras, y condensar en ellas el presente, desde el cual, mi intuición personal, cavando en la memoria, halle el futuro hacia el que caminamos.
Hay coincidencias circunstanciales dignas de resaltarse, como estas a la que hoy he de referirme. En este año 2014, no solo volvemos oficialmente a nuestra sede, sino que en él se cumplen ciento cuarenta años de aquella fundamental sesión de la Real Academia Española, durante la cual, en Madrid, se autorizó la creación de una academia correspondiente en la República del Ecuador, en junta de 15 de octubre de 1874, tal como ayer nuestro subdirector leía en su discurso sobre nuestro primer director; desde entonces, las sucesivas ediciones del Diccionario de la Lengua Española mantienen esta fecha como la del inicio del ‘establecimiento’ de la Academia Ecuatoriana de la Lengua; decisión que hemos querido celebrar, al reconocer que sin ella no habría sido posible la confirmación jurídica de nuestra existencia académica. Siete meses después de la citada reunión madrileña, ya en 1875, “los académicos reunidos nombran a Pedro Fermín Cevallos, director; censor, a Pablo Herrera, Secretario, a José Modesto Espinosa. De 1875 data el decreto legislativo cuyo primer artículo dice: “En mérito de las razones que los señores académicos han expuesto en su solicitud, y por considerarse deber de la legislatura el proteger y dar impulso a todo lo que, de cualquier manera, ilustra y honra a la Nación, decretan: Art. 1º. Concédese a la Academia Ecuatoriana correspondiente de la Española, la dotación de seiscientos pesos por año que satisfará el Tesoro nacional … por dividendos mensuales”. Art. 2º. Además … se le concede franquicia en las estafetas de la república, para su correspondencia con la Española y con las Academias de la misma clase establecidas o que se establecieren en América”.
La dotación de los seiscientos pesos anuales originó mil y una desventuras, aunque, más tarde, el reconocimiento de esa deuda contribuyó no poco a nuestra existencia actual. Hemos perdido, en tiempos de veloz comunicación, la franquicia en las estafetas oficiales y quizá esta es la hora de volver a solicitarla, dados los precios casi inalcanzables para nuestro presupuesto, del envío de nuestras Memorias, a las academias hermanas. Vamos, aunque muy brevemente, a la historia de la casa:
Según registros del estudioso Fernando Jurado, en tiempos prehispánicos el actual solar de la Academia pudo haber sido parte del complejo arquitectónico del Inca Huayna Capac, cuyo palacio ocupaba, la manzana de enfrente, entre la Cuenca, la Chile, la Benalcázar y la Sucre, y cuyo granero era el actual Convento de San Francisco. No hay datos que comprueben la verdad de este aserto, aunque no deja de ser significativa la atribución de destino tan singular al terreno que ocupa nuestra casa; así que, lejos de la comprobación histórica, esta creencia contribuye a su mayor dignidad. Son históricos, los datos ya hispano-mestizos según los cuales una inmensa quebrada, la de Sanguña, ‘rompía el espesor de la manzana en que ahora está situada la Academia … La plazoleta de La Merced avanzaba al occidente y en el terreno que sigue al que fue el teatro Granada, solo la quebrada existía.
En 1538, como se lee en un acta del cabildo de Quito, había en el sector tres huertas, la de Juan Lobato de Sosa, la de Martín de la Calle y la de un tal Zamora…Lobato, que en unión libre convivía con Isabel Yaruc Palla, exesposa y pariente de Atahualpa, fue padre de uno de los primeros, si no el primer clérigo mestizo, Diego Lobato de Sosa. Al referirse a su casa, cuenta que queda ‘cerca de San Francisco’, lo que muestra que, con probabilidad, corresponde a la que había en el actual sitio de la AEL.
En el siglo XVII, hacia 1680, la casa de enfrente que mucho más tarde fue de la familia Zaldumbide y luego sería sede del Conservatorio Nacional de Música, pertenecía, según los documentos de propiedad, a un canónigo Avendaño, en cuyo testamento de 1686, se afirma que su casa mira a la del capitán Onrramuño y Arteaga citado ya hacia 1650, como dueño de la casa cuya historia interesa aquí; a comienzos del siglo XVIII, ella seguía en poder de dicha familia de origen vasco, pues la había heredado don Diego Onrramuño quien certifica, en 1704. Más de un siglo después, en 1840, hay un dato del censo de Quito, según el cual la casa estaba situada en la ‘manzana de la gallera’ de don Jacinto Gómez Cáceres; si la arena de la gallera es referencia válida, lo es porque, dado el carácter del tiempo y de las costumbres y juegos de entonces, dicha gallera debió tener mayor celebridad que las casas que fueron construyéndose en esos terrenos y que las que en ellos ya existían, las cuales, con el paso de los años, acabarían por desalojar a la misma gallera. Cuando en 1875 se instala en el Ecuador la Academia de la Lengua, lo hace en la casa de enfrente, la del suegro de don Julio Zaldumbide, propiedad cuya existencia ya hemos citado. Fue esta casa vecina de la futura Academia, y en ella se consolidó una de las mejores tertulias literarias de Quito… En sus patios se hacían representaciones teatrales, y según Jurado existen apuntes de doña Blanca Martínez de Tinajero, en los cuales consta que Juan León Mera, preclaro investigador y narrador, fundador ambateño de la Academia de la Lengua, junto con su esposa tomaban parte en aquellas. El dato aparentemente más preciso sobre la construcción de esta casa, lo aporta Jorge Salvador Lara, cuando afirma ‘es un edificio colonial de dos patios, construido en el siglo XVIII al borde de la quebrada que atravesaba el centro de Quito de Oeste a Oriente”… El edificio no fue de factura estrictamente colonial, aunque los dos patios son reminiscencia de los viejos tiempos. A finales del siglo XVIII y durante casi todo el XIX funcionó allí la primera biblioteca pública de la ciudad, la famosa de los jesuitas, alojada en la antigua Universidad de San Gregorio, luego de Santo Tomás de Aquino, convertida por Simón Bolívar en Central del Ecuador. La biblioteca se vio obligada a desocupar ese local cuando se instaló allí el Cuartel Real, en la última década del siglo XVIII. Hay la sospecha de que el Precursor Espejo, primer bibliotecario, pudo haber dirigido el traslado de aquella colección magnífica, al edificio de la calle Cuenca, motivo por el cual la plazoleta de La Merced se denominó largo tiempo pasado con el nombre de “Dr. Espejo”;
Mencionamos la asignación de los seiscientos pesos cuando la fundación de la Academia, aunque no se le entregaron durante este largo lapso, hasta que la Cámara legislativa de 1904 decide, por gestiones que el expresidente Luis Cordero Crespo realiza sobre legisladores cuencanos, quienes reconocen que había de cumplirse lo resuelto hacía cerca de treinta años, y reconoce la deuda estatal; como forma de pago, dona a la Academia la mitad del inmueble ubicado en la calle Cuenca. La otra mitad le será entragada, gracias al empeño del expresidente Alfredo Baquerizo Moreno, por decreto de veintiséis de septiembre de 1905, en el que se faculta a la Academia para que en “pública subasta enajene dicha casa y compre otra que sea más adecuada al servicio de aquel Instituto”….
Ahorro a ustedes muchos otros datos registrados sobre esta propiedad. Es digno de notarse, sin embargo, el hecho de que la Academia jamás enajenara su casa, aunque tampoco la ocupó. En aquellos largos años debieron habitarla sucesivos alquilones, tenderos, pasantes de pluma, tinterillos, y tantos y tantos individuos y familias que convirtieron esta casa en uno más de los conventillos del centro colonial de Quito, de los cuales, poco a poco, con esfuerzo digno de resaltarse, fueron deshaciéndose con historias contradictorias de dignidad y dolor, los sucesivos gobiernos de la capital.
Solo en 1979, don José Rumazo González director de la Academia Ecuatoriana, se refiere así a la casa de la Academia:
“Ha constituido y constituye todavía un problema absorbente y de difícil solución. En efecto, este edificio se encontraba en tal deterioro que, como el techo se venía abajo, las paredes de adobe empezaron a ser humedecidas por la lluvia. Después de penosas gestiones, incluso con la intervención de un abogado, fue posible obtener que las doce familias que allí vivían fueran abandonando las habitaciones, de modo que se hiciera posible la reconstrucción y remodelación de esta casa”. (Memorias. 270).
Puesto que ya nuestro subdirector se refirió a este proceso de restauración, que culminó en la ocupación de nuestra casa en la década de los ochenta, y luego su desocupación, debido al asalto que de las calles aledañas hicieron los vendedores ambulantes y a mil y una circunstancias que la volvían prácticamente inabordable, solo añadiré que, en ese ir y venir de aconteceres, ocupaciones y desocupaciones, hemos vuelto, gracias a las ya referidas felices circunstancias que favoreció el interés de la Real Academia y la generosidad de Cooperación Española, y a sucesivas alcaldías que han beneficiado a Quito, procurando el digno desalojo de ventas ambulantes en calles y plazas del centro. Estamos convencidos de que esta política de recuperación de nuestro Quito colonial, ámbito de enorme belleza y dignidad, proseguirá y nosotros, como Academia, procuraremos aportar con el vigor que nuestro destino cultural exige.
Esto, en cuanto al pasado y presente de la casa. En lo relativo a la vida académica, a sus fundadores, a los miembros que han pasado por ella, a los avatares de su vida, a las inquietudes que han movido a sus sucesivos directores –hasta hoy, en ciento cuarenta años, un cortejo de intelectuales, tantos de ellos grandes prosistas y, muchos, poetas notables e intelectuales de valía, requeriría nombrar a numerosos individuos de número y correspondientes, la excelencia de cuyo talento fue de la mano de su dignidad ética… Curiosa y dignísima concurrencia que queremos y debemos resaltar. En muy primer lugar, nombremos al primer director de la Academia, don Pedro Fermín Cevallos, de cuyas inquietudes fundamentalmente léxicas, ayer dio precisa narración don Hernán Rodríguez Castelo, nuestro actual subdirector. Sus miembros fundadores ya para entonces correspondientes de la Real Española, don Julio Zaldumbide, Belisario Peña, General Francisco Javier Salazar, Pablo Herrera y José Modesto Espinosa, en acta de la instalación de la academia ecuatoriana, de fecha 4 de mayo de 1875, hacen constar: “Reconocida la importancia de aquel acuerdo y el bien que de su cumplimiento había de resultar a la literatura castellana, se resolvió declarar y se declaró instalada la Academia; y fueron nombrados, para director de ella el señor don Pedro Fermín Cevallos, para Censor, el señor don Pablo Herrera, y para Secretario el infrascrito, don José Modesto Espinosa. El señor Cevallos propuso entonces que se decidiese si debían nombrarse otros académicos para completar el número máximo señalado en el artículo del acuerdo original, cuya parte pertinente dice: “y como, demás de los concurrentes, pertenecían a la Academia los señores doctor don Antonio Flores, don Juan León Mera y don Julio Castro, que por hallarse ausentes no asistieron a la instalación, se resolvió que se nombrasen solo seis y se dejasen algunos asientos para otros cuya elección fuera aconsejada después por las necesidades de la Academia y por los merecimientos de los candidatos”.
Fueron nombrados por votación unánime, los señores don Francisco J. Aguirre, de Guayaquil, don Antonio Borrero, don Rafael Borja y don José Rafael Arízaga, de Cuenca, don Carlos Castro y don Miguel Egas, de Quito, lo que muestra cómo, ya desde los inicios, la Academia trató de incluir entre sus miembros a intelectuales de varias regiones del Ecuador.
“Los tres primeros directores de la Academia fueron el ya citado Pedro Fermín Cevallos, entre 1875 y 1892; el doctor Julio Castro, entre 1892 y 1896 y don Carlos Rodolfo Tobar, de 1896 a 1920, en un largo y difícil período. Desfilaron en aquellos años por el ámbito académico, los mayores intelectuales de la patria; los fundadores: don Luis Cordero, Francisco Febres Cordero, Federico González Suárez, Luis F. Borja, Antonio Flores Jijón, Francisco Campos, César Borja, Manuel J. Proaño…Todos ellos, dejaron, a su muerte, ejemplo de trabajo, huellas inolvidables de inteligencia y honor.
Sé que datos, fechas, nombres y la merecidísima exaltación de tantos ilustres personajes, su más que justa consignación aquí y en este momento, dirán, paradójicamente, muy poco de su ser, de su contribución real a la vida académica, de su tarea ingente en tantos aspectos; de una presencia, en fin, sin la cual nosotros no celebraríamos estas fechas, ni estaríamos aquí. Queden, pues, no sin nostalgia, brevemente aludidos, y sin aludir los nombres dignos de tantos otros, a fin de dedicar nuestras palabras al destino que es el hilo conductor entre estos personajes y todos los que en largos años atravesaron y atravesarán el tiempo, en calidad de miembros de la Academia Ecuatoriana, en la enorme tarea que, desde el pasado, en el presente y hacia el futuro se nos impone, de preservar, con todas sus exigencias, la unidad de nuestra lengua española.
Excmo. Señor don Alejandro Pidal y Mon, Director de la Real Academia Española de la Lengua.
Madrid.
Excelentísimo Señor.
“Hay, como V.E. bien lo sabe, entre la lengua que se habla y el ánima del hombre una unión tan íntima, un vínculo tan apretado, una dependencia tan recíproca, que el lenguaje viene a ser, por eso, uno como espejo vivo, en que aparece reflejada el alma, con exactitud: cultivar, pues, el idioma, estudiarlo, analizarlo y procurar conservarlo puro, genuino e incontaminado es obra civilizadora; y tanto más civilizadora cuanto (como sucede en el castellano) el idioma que se habla sea más perfecto, más rico, más variado y esté ya fijado mediante la formación de una literatura, en la [cual lo] que solemos llamar el fondo de las obras literarias se halle en armonía con la expresión. Una lamentable equivocación comenzó a cundir, hace algún tiempo, en los pueblos hispano americanos, y fue la de creer que también el idioma en nuestras Repúblicas debía emanciparse de España, así como las colonias se habían emancipado de la Metrópoli; confieso llanamente a V. E. que yo no puedo entender cómo se podría haber verificado semejante emancipación del idioma, a no ser que se hubiera convenido [en] la democracia americana en hablar una lengua del todo indisciplinada, lo cual, aunque se hubiera querido, habría sido metafísicamente imposible realizar. Por el idioma castellano, que es el habla materna de los americanos, todavía, hasta ahora, como en los días de Carlos Quinto y de Felipe Segundo, el sol no se pone en los dominios pacíficos de esa Real Academia Española de la Lengua.
Con profundo respeto, soy de V. E., Excmo. Señor Marqués, atento servidor y capellán +Federico. Arzobispo de Quito.
Quito, 24 de Marzo de 1908…
Raro y precioso texto el de nuestro arzobispo, académico, historiador y escritor sin par. En él en términos que no pueden ser más actuales, consta no solo la razón, sino todas las razones del trabajo académico, a que podemos referirnos.
Nuestro decir revela nuestro ser…No solamente hay entre palabra y ser una dependencia imposible de escindir sino que, además, la obra civilizadora, es decir, la tarea que nos convierte en ciudadanos al servicio del ámbito en que hemos nacido y de la tierra toda, es el cultivo de la palabra propia. Razón fundamental para insistir con tristeza sí, pero también con esperanza, ante las autoridades de educación y cultura del Ecuador aquí presentes o a las cuales debe llegar nuestra palabra, en la deleznabilidad actual de la educación ecuatoriana, la cual, aunque sufre en este momento y desde hace ya muchos años, diversos procesos de regeneración, parece que no llega a acertar, y en esta triste repetición de actos, recursos y búsquedas sin significado, abrumada, además, por la incursión en nuestro universo de exigencias globales cuyas enormes ventajas no aprendemos a aprovechar, sigue dejando al margen el estudio profundo del idioma propio, el énfasis incesante, en estudios y vidas, sobre la correcta y bella expresión escrita, la promoción, en fin, del ser que somos, más allá del tener al que aspiramos, el cual, una vez obtenido, sin crítica y análisis, se vuelve un búmeran de imposible control.
¿Cuál es pues, inducido de este magnífico texto arzobispal, el trabajo que compete a la Academia Ecuatoriana? ¿Cuál, su presente que no podemos eludir, a riesgo de perder significado?
En primer lugar, para mantener “la unión del idioma, estudiarlo, analizarlo y procurar conservarlo” la Academia cuenta con el aporte de cada uno de sus miembros. Aportes individuales, sí, pero con proyección social a través de la narración, de la poesía, del ensayo…, de la búsqueda de expresión feliz en una obra que ha de basarse cada vez más, en el sentir popular, en el conocimiento y profundización en las condiciones pasadas y actuales de nuestro pueblo ecuatoriano. Una especie de construcción del ser del pueblo, desde la palabra. ¿Pero basta para la Academia esta feliz proyección individual? No. Hoy más que nunca, insertos, luego de una larga historia, en la Asociación de Academias de la Lengua Española, la Academia Ecuatoriana vive la exigencia de una labor continua que ya no se hace y nunca más ha de hacerse en soledad, sino, con el aprovechamiento feliz de los medios de comunicación actuales, a través de la red virtual, que, en solo una década, la que transcurre entre 1999 y 2010, ha producido obras cuya inmensa labor habría sido imposible sin la intercomunicación que procura el aprovechamiento de la memoria y de la red. En aquel 1999 empezó a cumplirse el empeño de diversos directores de la Real Academia Española, que culminaron en la tarea de don Víctor García de la Concha, discípulo de don Fernando Lázaro Carreter, de crear y publicar panhispánicamente, si se me permite el neologismo, con el auxilio de la memoria digital, textos fundamentales para la lengua española, como el Diccionario panhispánico de dudas; la colosal Nueva gramática de la lengua española y el Diccionario de americanismos, así como la enciclopédica Ortografía, además del diccionario oficial y de otros muchos textos avalados por las academias de los cuales hoy podemos disponer, a precios asequibles.
La concreción del trabajo panhispánico es lo mejor que podía suceder para la proyección de la vida académica, lo que, además de exigirnos, no nos exime del trabajo hacia dentro.
Este conjunto insuperable realizado en poco más de once años culminó con la Ortografía de la lengua española, el último de los grandes empeños que cumplieron aquello que don Víctor prometió al rey de España en los jardines del Palacio de la Zarzuela, ante los académicos americanos y españoles que habíamos sido invitados por su majestad, el año 2000. En reunión nada ceremoniosa, de democrático respeto y sencillez, don Juan Carlos de Borbón dijo al director de la RAE: -Víctor, con vuestro trabajo los académicos tenéis que devolvernos América. A nadie sonaron sus palabras a vana nostalgia de grandezas perdidas, sino al anhelo de recuperación y de refundación del espíritu de unidad a través del don, mil veces precioso, de la lengua común.
En concreto, la Academia Ecuatoriana, luego de esta época exigente hacia fuera, de culminación de la obra física de nuestro edificio; de traslado, de atenciones a requerimientos de tipo económico-administrativo y legal, de preocupaciones para dotar de amueblamiento adecuado y vestir apropiada, aunque aún pobremente a nuestro precioso ámbito; de ir y venir, gestionar y procurar; luego de estos gratísimos días de celebración en la ineludible compañía de los tres preclaros académicos que nos acompañan, ha de vivir su presente, que es futuro, dedicada a cumplir sus objetivos académicos, más allá de cualquier circunstancia personal que en ningún caso debe permitirnos dejar de lado la consecución de las metas comunes que nos definen.
En primer lugar, si, según nuestros estatutos “hemos de velar por que los cambios que experimente el español hablado en el Ecuador en su adaptación a las necesidades de los hablantes, no rompan la unidad que la lengua española mantiene en el ámbito hispánico”, creo indispensable manifestar que nuestro trabajo hacia fuera ha de dirigirse a crear conciencia de la inmediata necesidad de la existencia en universidades ecuatorianas de auténticos estudios filológicos y lingüísticos… No poco dice del menesteroso andar educativo de nuestra patria, esta enorme carencia. La lingüística hoy, apenas como una materia más, se halla inmersa en departamentos de comunicación, que, en general, eluden toda profundidad de estudios, en pro de la inmediatez acrítica del uso de los actuales medios de comunicación.
Nuestra relación dentro de la Asociación de Academias exige “la realización de investigación lingüística, que permita aportar datos científicos significativos sobre el español del Ecuador”; nos hallamos en esto, a través de nuestra comisión de lexicografía, de la cual esperamos, como fruto inmediato, la edición de fascículos sobre ámbitos concretos de uso del español en lo jurídico, lo gastronómico, en los distintos oficios, edades, condiciones y quehaceres que influyen en el uso circunstancial, que a menudo se convierte en determinante del español ecuatoriano. Sería ideal concebir proyectos de investigación lingüística, con la cooperación de la ASALE y la RAE, así como con la de universidades hispanoamericanas. Realizar con ellas convenios de pasantías y de becas para capacitación permanente de nuestros lexicógrafos. Vaya aquí mi reconocimiento a la existencia de la Escuela de Lexicografía, fundada para beneficio de las academias americanas, por la Real Academia Española cuyos becarios contribuyen a la realización de nuestros trabajos.
Tenemos la urgente necesidad de crear un corpus del español ecuatoriano, codificando los textos y llevando a cabo de modo adecuado la recuperación de la información; necesitamos para esto asesoría, adiestramiento sobre programas informáticos adecuados, apoyos para su adquisición y capacitación en el manejo de programas.
Hemos de crear un registro de lexicografía ecuatoriana, que no olvide los viejos diccionarios, vocabularios y léxicos regionales y estudios acerca de las variantes del español hablado en el Ecuador…
Hemos hecho gestiones a fin de crear la Fundación pro Academia Ecuatoriana de la Lengua para respaldar nuestros proyectos de investigación. Nuestra colección de obras lingüísticas merece reimprimirse. Lo hemos hecho con esa obra máxima de Humberto Toscano que hoy presentará don Humberto Lòpez Morales, El español en el Ecuador. Habría que completar y perfeccionar la edición de El habla del Ecuador, diccionario de ecuatorianismos, de Carlos Joaquín Córdova. Nos es indispensable crear una activa comisión de publicaciones que estudie lo realizado en la colección “Horizonte cultural” y la continúe. con otras producciones, que estudie y promocione nuestras Memorias. Otro sueño realizable es el de reimprimir sus primeras ediciones.
Organizar y dotar a nuestra biblioteca, de obras de lingüística y literatura. Procurar en el más breve lapso, abrirla para el público capitalino. Nos ocupa el antiguo y siempre actual deseo de realizar, con los medios actuales, un nuevo Diccionario de ecuatorianismos, para lo cual convocamos, desde ahora mismo, la contribución científica y metodológica de la Asociación de Academias. Enriquecer continuamente nuestra página Web, que, aunque se inició hace un año, no ha merecido, por diversas circunstancias, nuestra constante atención y el enriquecimiento debido.
Quisiéramos, en fin, servir a nuestra sociedad con estos ideales para cumplir los cuales hemos de empeñarnos en nombrar a nuevos miembros de la Academia Ecuatoriana, entre los mejores trabajadores de la lengua de nuestras universidades e instituciones culturales.
En cuanto al español ecuatoriano, volvamos una vez más al pasado, que nos permite actualizarnos: Luis Cordero Crespo en el prólogo a su Diccionario quichua español español quichua, expresa: “En la Sierra coexistían armónicamente castellano y quichua, hermanándose en la expresión graciosa, en los modismos peculiares y en la chispeante habla popular de ciertas provincias, como la nuestra. Representaba tal hermandad esa etapa histórica y sociológica de la proyección de la ciudad sobre el campo y del campo sobre la ciudad. Hoy, avanzada la historia, avanzado el mestizaje y convertida la urbe en meta del campesino, el quichua ha entrado en una etapa de atenuación y ensombrecimiento, donde ni los interesados por conservarlo hacen mínimo esfuerzo en su defensa”; este ensombrecimiento real, mayor aún en tiempo de globalizaciones y forzosas influencias externas, no han eliminado, felizmente, el sustrato quichua de nuestro español. Finalmente, entraré en la palabra cotidiana, la nuestra, instrumento de creación. Tiempos hubo en que, en el Ecuador, debíamos hablar el español de España: pulir la pronunciación, no comernos consonantes finales ni deslizar quichuismos en el habla. Ninguna característica mestiza era aceptable en la lengua ni en la vida. Siendo el de España el ‘mejor’ español, nuestra expresión debía cumplir con el lema que definía el destino del habla hispanoamericana: ‘limpiar, fijar y dar esplendor’.
Giros quichuas intraducibles que penetraron hondamente en el habla: ‘le mandó sacando’, ‘dejarás cerrando’, o las formas de ‘dar’ más gerundio que atenúan el imperativo hasta volverlo ruego: ‘Da diciendo que voy a volver, no seas malito’, de significado y sintaxis subvertido eran anatematizados. Amarcar o marcar: ‘tomar en brazos’; guagua, ‘niño tierno’ voz cuyo uso, según fray Domingo de Santo Tomás, era exclusivo de la madre para nombrar a los hijos; guambra, chuso, chaquiñán, chacra, huasipungo, huacho. E híbridos quichua-español: Limpiopungo, ‘puerta limpia’; caballo chupa, ‘planta medicinal’; Chimbacalle, ‘la calle del otro lado del río’, se preservaban para la intimidad.
Nuestra cocina ganó la ardua batalla: el locro, el timbushca, los llapingachos, las choclotandas, el caucara, el champús, el sango, la chuchuca, el mote, el chulco, la mashca, todo lo comemos deliciosamente en quichua. Sazonamos la comida con rocoto, y tomamos la chicha de jora. Existen, en el español serrano, muchas ‘seudomorfosis’ quichuas: hablar significa tanto "hablar" como ‘reñir o reprender’; hablar atrás es ‘murmurar’; llevar, significa ‘llevar’ y ‘traer’; el ocioso es un ‘come de balde’. Llamamos al abuelo ‘papa grande’ (jatun taita) y ‘dedo mama’ al pulgar. La bola más grande de la macateta, es la ‘bola mama’; la cuchara grande de madera, la ‘mama cuchara’ o ‘cuchara mama’.
Términos, construcciones, estilos del habla de esta patria que cuenta con una poesía tan poderosa, cuanto desconocida. Otra tarea para la Academia, la de la difusión posible, quizás digital, de los poemas, narraciones y ensayos, de tan diversos y extraordinarios poetas, narradores y ensayistas que han pertenecido o pertenecen hoy a la Academia ecuatoriana.
Pero también en nuestro español ecuatoriano, Ya es de que yo termine: es decir, ‘Debo terminar ya, lo más pronto’.
Sí, aunque sea grande la tentación de referirme a aquella filosofía del deslizarse temporal de Agustín, que nos dijo tanto en tan pocas líneas. Aunque Hegel sabía que la filosofía era un saber triste, un saber del acabamiento y del ‘después’, Convirtámoslo aquí en el saber del deseo y de la esperanza. En el pensamiento del triunfo, no el del fracaso, aunque sepamos que los dos son lados de la misma moneda de la vida. Soy consciente de que, pues todo pensar genera crítica, cuanto he dicho ha de ser analizado por mí misma en un pensamiento posterior que anuncie y decida la acción, la puesta en práctica de nuestros sueños. Para esto, creo que contamos en la Academia Ecuatoriana con un profundo material humano en cada uno de los académicos que sabrá comprender la exigencia de la tarea que se nos impone.
He dicho.